Hay muchos tipos y formas de besos: besos apasionados que hacen que se pare el reloj, besos fugaces de diario, besos de reconciliación untados en lágrimas o besos que son solo el preámbulo de mucho más. Pero hay un tipo de besos que deberían estar prohibidos: los besos de obligación, los rutinarios, los que responden a una queja pidiendo un beso con disgusto de no haberlo obtenido.
Los besos, como los abrazos, no tiene sentido pedirlos, porque lo que los hace especiales es que sean espontáneos, que la persona haya decidido darlos porque sí. Es como cuando nos hacen un regalo por compromiso, que no hace la misma ilusión, por espectacular que sea lo que nos hayan comprado.
No es nada divertido cuando ves una película con alguien que ha decidido acompañarte porque a ti te gusta, pero sabes que no le interesa para nada. Con los besos en realidad nos pasa lo mismo, que no nos saben igual si se dan sin ganas, si notamos o sabemos que el otro no lo está disfrutando tanto como nosotros.
Lo irónico es que a veces pedimos un beso a quien no quiere darlo, por ejemplo, nos encantaría que esa chica sintiera lo que sentimos, o un día cualquiera con la pareja, quisiéramos que en ese momento tuviera las mismas ganas que nosotros de una tarde de besos y sofá. Llega San Valentín, y a algunos nos invade la presión social de que sea una noche única. Perdemos la naturalidad, la magia de lo espontaneo y auténtico. Olvidamos que los mejores besos son los besos improvisados, los inesperados… y que la única forma de que un beso merezca la pena es que los dos lo busquen y el beso suceda.
Más vale dar y recibir besos de calidad, besos de verdad. San Valentín es todos los días, cada vez que nos apetece dar un beso sin motivos. Esos besos que no das tú ni doy yo, sino que damos nosotros, porque en el espacio-tiempo se entremezclan tu voluntad y la mía de forma perfecta, creando esa simbiosis que nos llena mucho más incluso que el puro intercambio salival.
¡La vida es demasiado corta para los besos a medias, los besos sin ganas!
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