La línea fronteriza entre el tú y el yo se desdibuja cuando tocamos a alguien. Una mano en el hombro, una caricia en la cara, un abrazo de muchos segundos… y hay miles de esquemas mentales que se rompen, diferencias que se diluyen y teorías que se quedan cortas… El lenguaje que no necesita palabras, y la emoción que no cabe en ellas.
También pasa cuando nos tocamos a nosotros mismos, que creamos un puente entre esos diferentes yoes que viven ajenos muchas veces los unos a los otros: el racional, el emocional y el físico.No me refiero al tacto sexual, sino al tacto en general, a tocar a la persona o a uno mismo, como una forma de comunicación y conexión. Tocar la cara, el pelo, las manos, las piernas… La piel es sensible en todos sus rincones, y es una puerta a una forma de expresión que a menudo ignoramos.
Estamos embotados de información que nos entra por los ojos y que nos satura los oídos, pero la sutileza de los otros sentidos, como el aroma de una persona, el gusto único de un plato o la sensación de la hierba en los pies descalzos son experiencias de la vida que necesitan abrirse a sentidos normalmente dormidos en nosotros, o atrofiados en gran medida.
Esto ocurre mucho con el sentido del tacto. Nuestra cultura toca más que otras, probablemente, pero en muchos casos se sigue reservando el “derecho a roce” para los amantes, y deja a los padres, los amigos, los hermanos… fuera del ámbito corporal. Pero somos seres físicos, con un cuerpo que siente y que recoge también su información por la piel, y al mismo tiempo la comunica por esta vía, entre otras.
Los otros animales no tienen tantos problemas con el tacto como nosotros. El que conviva con un perro o acostumbre a tratar con caballos sabrá hasta qué punto piden ser tocados y acariciados, y se comunican con ese lenguaje. Es cierto que nosotros tenemos las palabras, y nos sirven para decir algo de una manera que ya no hace falta mostrarlo con un gesto, pero en todo caso necesitamos también tocarnos, más de lo que creemos.
Dicen que los niños que son tocados desarrollan una mejor autoestima, y que los abuelos o enfermos que se les coge de la mano y se les acaricia tienden a mejorar su salud. Pero los que nos encontramos entre estos dos extremos, desde los mileniales hasta las generaciones mayores, no es que lo necesitemos menos, sino que de alguna manera resistimos mejor sin notarlo demasiado y al mismo tiempo matamos un poco esa sed con el sexo. Pero incluso en las relaciones de pareja una dosis de tacto sin más implicaciones ayuda a establecer otras formas de conexión, y a descubrirse y conocerse más.
Por eso necesitamos desaprender tantos prejuicios que nos hacen creer que un abrazo significa necesariamente que “somos algo más”, o que un beso no es propio de amigos, y es mejor dar dos. Hay tantas experiencias que nos perdemos, o regalos que no hacemos o no recibimos cuando no nos atrevemos a ser mal interpretados, o evitamos un excesivo afecto por miedo a molestar o a vincularnos demasiado… El abrazo de un amigo el día en que más lo necesitamos, o un beso rozando el labio de la persona que podría darlo en pleno centro, o la caricia suave de un padre a su hijo cuando se acuesta a dormir, o coger de la mano al abuelo que no quiere ya soltarla.
Consejo milenial: abraza y déjate abrazar más a menudo.
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