Podemos tener una intuición de lo que tendríamos sobre nuestras cabezas en una noche despejada si en los meses de verano miramos hacia el este, donde la Vía Láctea corta el horizonte: estaremos contemplando el corazón de nuestra galaxia, situado en la constelación de Sagitario.
Lo cierto es que, al igual que en las ciudades, la tranquilidad de los barrios exteriores contrasta fuertemente con la frenética actividad del centro. En este caso, lo tenemos densamente poblado de estrellas y nubes de gas que se mueven a velocidades que alcanzan los más de tres millones y medio de kilómetros por hora y que se encuentran a 10 millones de grados centígrados. Con semejante temperatura el gas emite una gran cantidad de rayos X. Sino fuera porque aumenta drásticamente la posibilidad de desarrollar un cáncer, tendríamos radiografías gratis durante toda la vida... Pero éste no sería el menor de nuestros problemas. Sabemos que hay casi mil fuentes de rayos X en un espacio de 400 por 900 años-luz, en su mayoría enanas blancas, estrellas de neutrones, agujeros negros y nubes de gas
Ahora bien, aunque resultara el paraíso de la astronomía no resistiríamos ni una hora vivos sobre la superficie. La radiación gamma ―que nosotros creamos en los reactores nucleares― inunda el espacio con una energía 250.000 veces mayor a la de la luz visible. Es una radiación que proviene de la aniquilación de un electrón con su gemelo de antimateria, el positrón, a un ritmo inconcebible: cada segundo se consumen diez mil millones de toneladas de antimateria. Semejante “monstruo” ha sido bautizado como el Gran Aniquilador.
No sabemos de qué se trata, aunque probablemente esa factoría de antimateria sea un agujero negro oculto tras una enorme nube de gas. Si miramos con cuidado -y deprisa- podemos incluso ver dónde se encuentra: justo de donde salen, en direcciones opuestas, dos géiseres de materia de 5 años-luz de largo.
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