Una de las cosas que aprendes según vas cumpliendo años es que la gente no cambia. A ver, sí; todos mejoramos algo, aprendemos a ser más serenos o menos impetuosos, quizá. Pero en general, especialmente pasados los 25, la gente es como es. Y punto. De nada sirve que a ti te prometan que van a ser más sinceros, más cariñosos o menos directos. No se van a moldear. Lo tomas o lo dejas.
Pero no. Caprichosos de nosotros, a veces nos empeñamos en creer que la gente cambia, que hay relaciones que van a algún lado cuando sabemos de sobra que no van. Nosotros, capaces de caminar sobre las aguas, nos encariñamos y no queremos hacer sufrir. Aunque esto sea una perugrullada. En general, nadie quiere hacer sufrir. Sí, vale, hay excepciones. Pero hablamos de las personas normales, no de ‘los otros’.
Y es que esa es otra de las lecciones de la vida: a veces vas a hacer sufrir aunque no quieras. Lo siento, asúmelo: no puedes controlarlo todo. Y a veces el otro sufre como un perro abandonado. Y sufre por tu culpa, sí. Sufre porque lo has dejado. Sufre porque le has dicho que lo quieres, que lo quieres mucho, pero que la relación no puede seguir. Sufre porque quizá se lo esperaba, quizá llevaba meses esperándolo pero confiaba en que las cosas cambiaran, en que él cambiara, en que tú cambiaras. Pero, ya te lo he dicho, las personas, en esencia, no cambian.
Así que cuando tomas la decisión y te armas de valor, lo dejas. Y tú, te crees, sufres porque estás haciendo sufrir. Pero, no, lo que haces, sobre todo, es sufrir por ti. Seamos sinceros, que aquí solo estamos hablando tú y yo.
Cuando dejas a alguien tú también sufres, sí. Pero por ti, por tu orgullo, por tu reputación, por el miedo a que no venga algo mejor, por haberte demostrado a ti mismo que no eres el alma inmaculada que te creías. Y porque a todos nos fastidia no tener razón y no hay prueba más evidente de que nos hemos equivocado que romper una relación, aceptar que aquello que creías óptimo, ya no lo es. Y luego, pero luego-luego, sí, también sufres por el otro, claro. Pobre.
Así que aquel que crea que dejar una relación es fácil, miente. Miente como un bellaco. Pero no miente solo porque romper una relación que sabemos que no es para nosotros sea un acto de respeto y honestidad con el otro, no. También lo es hacia nosotros mismos con el que aprendemos a aceptar nuestros límites.
Las relaciones no están para hacer favores. O no están para que uno sienta que hace un favor. Así que, punto uno, si tienes complejo de mártir, busca otro lugar en el que expiarlo. No eres más sacrificado ni mejor persona por mantener una relación que sabes que no es lo que quieres. Deja de poner de excusa que el otro sufre. Pobrecito él. Pobrecita ella. Con lo que te quiere. Con lo importante que tú eres… Pues, punto dos: lo siento, pero no eres tan importante. No es nada personal, solo que nadie nunca lo es. El mundo, también su mundo, seguirá girando sin ti.
Sé valiente y di la verdad. Dite que lo quieres dejar porque no te compensa, porque no te gusta vuestro presente, porque no ves futuro, porque no sabes por qué pero te avergüenza llevarlo a cenar con tus amigos, porque te molesta que camine tan lento, que coma tan rápido, que estornude tan alto. Deja el discurso de que es lo mejor para ambos. Quién eres tú para saber qué es lo mejor para él. Dejarlo es lo mejor para ti y con eso basta. Acepta tus sentimientos, tus ilusiones y, eso sí, dilo con cautela. Aunque nuestro ego se alimente con sus lágrimas, casi nadie merece sufrir por nosotros.
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