Es cierto, a los 20 años cometemos un error detrás de otro. Tomamos decisiones estúpidas, incluso cuando ya empezamos a darnos cuenta de lo estúpidas que son. Pero es igual, de algún modo intuimos que aquellas cosas de las que podremos reírnos en el futuro no pueden ser muy graves en el presente. Así que recolectamos equivocaciones y fracasos como parte de un aprendizaje forzado, las anécdotas que nos convertirán en lo que somos.
1. Trasnochar
Es algo en lo que Cerebro insiste y a lo que Cuerpo se niega. Pero Cerebro es el jefe, y lo que él manda va a misa. Así que salimos, bebemos y machacamos a Cuerpo con impunidad. A la mañana siguiente, este se encoge resentido, sucio, con olor a tabaco o a Dios sabe qué, con el estómago hecho papilla y con agujetas en lugares extraños. Entonces Cuerpo le dice a Cerebro: “¿Ves? ¡Te lo dije!”. Y aunque en el día de resaca Cerebro no se atreve a llevarle la contraria a Cuerpo, lo cierto es que casi nunca nos arrepentimos.
Y no lo hacemos porque, cuando salimos, nos reímos hasta partirnos en dos, conocemos a gente extraña, bailamos como locos, nos desinhibimos, cantamos, saltamos hasta ver la primera luz del alba, e incluso puede que nos enamoremos. Además, en cuanto alcanzamos los 30, Cuerpo suele ascender en la cadena de mando y enseguida silencia a Cerebro, así que no desperdiciamos el momento.
2. Enamorarnos de alguien que no nos corresponde (o peor, nos corresponde a medias)
Es absolutamente inevitable. Forma parte de nuestro desarrollo, al igual que que se nos caigan los dientes de leche o nos crezcan pelos en las piernas. El que no se ha enamorado alguna vez de alguien que no debía no es humano; es más, no está siendo justo con el resto de la sociedad. Porque todo el mundo debería pasar alguna vez por el aro del rechazo. Es doloroso, es humillante, es vergonzoso y, para ser más específicos, es como una patada en el esófago.
Pero también es liberador; superarlo nos hace fuertes y más seguros de nosotros mismos. Aprendemos a querernos más, y de ese modo, aprendemos a elegir mejor a quién querer y a reconocer el amor bueno, el que puede ser para toda la vida.
3. Comer cantidades masivas de cualquier cosa a cualquier hora
Para que quede claro, un bocadillo de mayonesa no es ni rico ni nutritivo. Pero cuando no tenemos nada más a mano podemos tragar tanto como una boa constrictor, y encima con menos cargo de conciencia. Y es que no sabemos lo que son las calorías, ni nos importa ni nos preocupa el colesterol, o la diabetes. Lo único que está claro es que tenemos hambre. Mucha. Nos ponemos de muy mal humor si no llenamos el buche. Así que lo único que nos interesa es eso y lo demás nos parecen patochadas.
Un yo futuro nos mataría a golpes por lo que estamos haciéndole a su cuerpo, pero al mismo tiempo él sabe que la despreocupación que sentimos mientras nos comíamos aquellas torrijas con mermelada y doble de chocolate no tiene precio.
4. Viajar sin dinero ni nociones básicas del destino
Ahora nos compramos la guía, el mapa, un diccionario, leemos las opiniones de otros viajeros en Tripadvisor, reservamos con tiempo, pagamos un poco más y viajamos con más estilo. No se nos ocurriría regresar a los albergues de 16 personas por habitación, con ronquidos, suciedad o cucarachas. No volveríamos a hacer un viaje parando en el supermercado más barato para aprovisionarnos de pan de molde, mortadela o galletas, ni volveríamos a hacer escalas de 8 horas en un aeropuerto, durmiendo por el suelo.
Pero jamás nos arrepentiremos de haberlo hecho. Viajando así, vivimos las más absolutas e irrefutables aventuras; conocimos a personas de todo tipo, entablamos conversaciones insospechadas, acabamos en lugares increíbles y recopilamos las historias más peculiares de nuestras vidas. Volvimos a casa necesitando vacaciones, pero con la certeza de que había merecido la pena.
5. No preocuparnos por el futuro
Somos irresponsables, es inevitable. No hemos visto una factura en nuestra vida, jamás hemos cambiado unos pañales a las 4 de la mañana ni hemos aguantado a un jefe retorcido día tras día en una oficina. La falta de experiencia nos lleva a pensar que la vida será siempre sencilla, así que no ahorramos, estudiamos poco, nos saltamos clases y puede que incluso rechazásemos algún buen trabajo.
¿Y qué? Fuimos ingenuos y despreocupados porque era lo que nos tocaba vivir y ser. Nadie quiere un yo de 20 años estresado y consternado en su pasado. El tiempo de volar libres y sin miedo es ese instante antes de que lleguen las preocupaciones, ese breve momento, fugaz como la juventud, en el que todo nuestro futuro está abierto, cualquier locura puede ser posible y todo lo que se nos pide es soñar. Soñar lo más grande que podamos, porque ese es el momento de hacerlo. Y nunca, nunca, nunca, debemos arrepentiremos de ello.
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