La depresión puede esconderse bajo una fachada de optimismo: nunca sabes quién estará sufriendo. Es posible que tu amigo más alegre sea, en realidad, la persona más infeliz que conozcas. En momentos así, lo único que ese alguien necesita es un abrazo sincero, un gesto sencillo que a veces nos cuesta compartir.
La depresión es un trastorno muy extendido, aunque pocas veces se diagnostica. Quizá el motivo sea la línea tan fina que separa una enfermedad mental de un simple bajón. Hay indicadores biológicos, tales como la presencia o ausencia de determinadas hormonas, pero, ¿hasta qué punto una persona está deprimida o solo atraviesa una mala racha?
Y esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto son suficientes nuestras propias fuerzas? Acostumbramos a ver con claridad meridiana los problemas de los demás, pero pocos pueden presumir de ser sus propios consejeros. Desde el fondo del hoyo, no es tan sencillo distinguir la salida. Es entonces cuando necesitamos el consejo de otros.
El problema viene cuando se nos niega ese consejo. La mayoría de las veces ocurre sin maldad: una simple palabra en el momento menos oportuno suele bastar para hundirnos hasta el fondo.
Sin embargo, lo mismo sucede al contrario: el gesto oportuno puede devolvernos la esperanza. ¿Conocéis la historia de Juan Mann? Este australiano experimentó un súbito estallido de ánimo cuando una chica que no conocía le dio un abrazo. Hasta entonces había estado bastante deprimido, pero aquel abrazo le hizo sentirse lleno de vida.
Deseoso de compartir esa sensación, Mann creó el movimiento Free Hugs. Los partidarios de “Abrazos Gratis” salen a la calle portando cartelones que los identifican. Cualquiera que lo desee no tiene más que acercarse y pedir un abrazo. Así de sencillo…
La tierna historia de Juan Mann nos enseña dos valiosas lecciones: la primera es que las cosas no son tan complicadas como pueda parecer; la segunda, que tú no eres el único que sufre. Para recibir, primero hay que dar… y no hace falta tener mucho. Darte a ti mismo será suficiente.
Pero lo importante, lo que todos olvidamos a menudo, es que no hacen falta excusas para dar un abrazo. No hace falta que esa persona sea de la familia; no hace falta que sufra una depresión visible, porque nunca sabes si no estará llorando en silencio.
La etiqueta y la distancia pertenecen a otra época; la de los mileniales debería ser la generación del calor y el cariño. No cuesta nada dedicar una sonrisa o una palabra amable a quienes te rodean, y podrías estar salvándoles la vida.
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