Me resulta imposible recordar la primera vez que me miré al espejo y no me gustó lo que veía. No sé si fue un momento concreto o algo progresivo que poco a poco fue calando en mí, pero tengo claro que aún era una niña muy pequeña cuando mi imagen empezó a ser un problema.
Está claro que este tipo de preocupaciones ni a todos nos llegan a la misma edad ni nos afectan al mismo nivel, pero es demasiado frecuente que las primeras inseguridades y complejos empiecen a aflorar cuando no somos más que unos críos. Los niños del colegio podían llamarte feo, gordo o cuatro ojos, pero tu madre y tu padre siempre iban a decirte que eras el niño más guapo del mundo. Y cada día tengo más dudas de si eso fue un error.
Realmente, esas palabras de nuestros padres no eran una solución a nuestros complejos, eran solo un parche para taparlos durante un rato. Cuando papá y mamá nos decían que no nos teníamos que preocupar, que éramos guapos, estaban confirmándonos que esas eran las reglas del juego: que para triunfar, para gustar, para ser alguien que se merece lo mejor de lo mejor tenemos que ser agradables a la vista. Con su mejor intención, tratando que nos sintiéramos bien, en realidad nos estaban enseñando a querernos por lo que desde fuera los demás ven de nosotros. A que nuestra autoestima dependa en gran medida de que encajemos o no en la plantilla de lo que se ha acordado que es bello y lo que no.
Me encantaría poder ver qué tipo de personas seríamos ahora si la respuesta de nuestros padres a si somos guapos hubiese sido “Eso no importa”. Si realmente con ello hubieran conseguido que nos creyéramos que nadie es mejor que nadie por como se es por fuera, que eso solo lo determina lo que va por dentro y que nadie se merece que lo traten mejor o peor por su aspecto. Cuánto más felices hubiéramos sido tirándonos a la piscina ese día que nos dio demasiada vergüenza quitarnos la ropa delante de los demás, si nos hubiéramos atrevido a hablarle a aquella persona que era “demasiado guapa para nosotros” o si nos hubiese dado igual quedar con esa otra que nos gustaba muchísimo pero que todo el mundo consideraba muy fea. Cuánto tiempo del que desperdiciamos lamentándonos delante del espejo hubiéramos tenido para disfrutar de todas las cosas que sí importan.
Me encantaría saber si con ese cambio de perspectiva de nuestros padres nosotros ahora seríamos capaces de responder a quien trate de herir nuestros sentimientos llamándonos feos con un muy sincero “Me la suda”.
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