El frío estaba a punto de ganarle la batalla. Como cada mañana, pude observar a ese anciano canoso, de barba larga y descuidada, deambular por las estrechas calles del cálido barrio del Raval de Barcelona. Con una asustada mirada de socorro, pedía por cada rincón un trozo de pan que llevarse a la boca, un sorbo de prosperidad que diese luz a su injusta vida.
Y fue en el café de “La Cantina”, una pequeña y acogedora taberna situada a las afueras de este barrio, donde no pudieron mostrar indiferencia, cual transeúnte que vaga a cada instante por las transitadas calles de esta ciudad, ante la precaria situación por la que parecía pasar aquel pobre pedigüeño.
Magdalena, la dueña del café, invitó amablemente a entrar a su bar al desgastado anciano, y le pidió qué podía hacer por él para ayudarle. En ese mismo instante, ambos se sentaron en una mesa y ella lo intentó revitalizar con una gran dosis de su cariño y con un apetecible café caliente.
Me resulta muy complicado tratar de describiros, amigos lectores, el rostro indefenso de aquel pobre anciano desvalido cuya figura pedía a gritos un auxilio que, a su juicio, nunca parecía llegar. ¿Cuánto más podría sobrevivir ese presumible nonagenario en esas condiciones de vida? No lo dudé, tomé asiento en la mesa de al lado y escuché, atónito, las maravillosas historias que el anciano le explicó a la buena de doña Magdalena:
No sabe, señora, cómo de agradecido se llega a sentir uno cuando, sin nada que llevarse a la boca, ve que alguien le ofrece su mano y le ayuda a levantarse cuando todo parece perdido, y no pasa, por el contrario, de largo, evadiendo una realidad cruda y tangible para muchos ciudadanos de este mundo. Miles de personas vivimos cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo, en las frías y peligrosas calles de Barcelona, sin conocer qué será de nosotros mañana, sin saber si amaneceremos vivos o muertos. Asimismo, debo reivindicarme en que la inmensa mayoría de nosotros no somos asesinos, ni tampoco drogadictos, y aún menos ladrones… ¿Quién carajos hace de estos tópicos los moldes que rigen nuestra sociedad y que todos, como rebaños de ovejas, seguimos sin tratar de buscar una posible solución u otro significado al existente?
Yo mismo viví mi juventud como probablemente la habrá vivido usted: fui un niño feliz que no pasé mucha fatiga pero, un buen día, sin comerlo ni beberlo, mi suerte cambió, ya que la diosa Fortuna se marchó de mi lado para no volver jamás. Fui víctima de un sistema que no me quiso aceptar, que decidió que yo no cumplía los requisitos para jugar a este juego que muchos llaman Vida, y de un momento a otro me vi envuelto entre dos rugosos cartones que venían a ser el reflejo directo de lo que iba a reinar el resto de mis días.
Desde ese momento, pasé a ser el Dios todopoderoso que observa desde su altar el paso del tiempo. ¡Qué felicidad me transmite ver a esos niños que van al colegio junto a sus abuelos! ¡Qué felicidad me transmite ver a esos estudiantes orgullosos de haber aprobado su último examen! ¡Sí, qué felicidad más grande! ¡Oh, y qué reminiscencias me vienen a la mente cuando veo a algunos empresarios, como yo lo fui en su día, andando a paso acelerado con sus trajes impolutos y su más preciado maletín respondiendo, a su vez, infinidad de llamadas con ese tono pendenciero!
Y no quisiera obviar tampoco a todas esas personas que, lejos de vivir una realidad auténtica, pasean por la calle enfadadas con el mundo porque no han encontrado ese pantalón que tanto les gustaba, han perdido el último tren o han discutido con su pareja, por poner algunos ejemplos cotidianos.
A todas esas personas me gustaría decirles, alto y claro, sin tapujos, que olviden esas pequeñas cosas que parecen atormentarles tanto. Les diría que vivan la vida y que aparquen esos insignificantes problemas a un lado, ya que la vida es un sendero por el que todos estamos condenados a caminar, pero que según la actitud que tengamos puede ser un asfalto más o menos llano, con más o menos curvas y con más o menos baches.
A todas esas personas les diría que vivan su particular momento, que disfruten de cada conversación, de cada mirada y de cada caricia; que bailen esa canción como si fuera la última, que le digan “te quiero” a esa persona que tanto aman pero que nunca se atrevieron a decírselo. A todas ellas les diría que perdonen y sepan perdonar, ya que la vida es muy corta para tanta memez.
En definitiva, a todas esas personas les diría que se sumerjan en ese café cargado de mil historias que llevan consigo momentos inolvidables, sensaciones únicas y recuerdos vividos que jamás, y repito, jamás, podrán ser borrados por la irrefrenable ventisca del paso del tiempo.
Y tras esa profunda reflexión, el achacoso anciano bebió su último trago de café y dio gracias a la vida por ese sorbo de esperanza que, por unos instantes, le devolvió la razón y las ganas de seguir caminando por esa senda que, pese a todos los infortunios, había que seguir recorriendo.
Moraleja milenial: sé feliz, vive cada instante, agradece cada detalle y disfruta de cada persona como si fuera el último día con ella, ya que la vida, a veces, da giros inesperados que pueden cambiar tu suerte. Y ahora sí que sí, ¡sonríe bien fuerte y tómate un cafetito con quien más gustes, que el frío aprieta!
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